Explotar la naturaleza, explotar a las mujeres
Fecha de publicación: sábado, 29 de julio de 2023
Por: Laure Delalande Para: Animal Político
Pareciera que asignarle un valor monetario a objetos o actividades que tradicionalmente no se monetizan es la única manera de hacer que se vuelvan un asunto digno de ser considerado como serio. En otras palabras, que los políticos se ocupen del tema.
Las mujeres y la naturaleza comparten este gran defecto: no se les ha asignado un valor a los servicios que dan. Todas proveen un trabajo gratuito: por un lado, de cuidados y tareas domésticas, y por el otro, de filtración de agua de lluvia, captura de carbono, producción de oxígeno y alimentos, entre otros.
Para demostrar que un trabajo es realmente un trabajo, parece indispensable asignarle un valor económico. El trabajo de las mujeres y de la naturaleza, al ser gratuito, no puede ser considerado en términos de rentabilidad. No es común hablar de la tasa de retorno financiero del cuidado y crianza de un niño, por ejemplo; o del flujo financiero de la labor de polinización que realizan las abejas.
Mala noticia: uno de los grandes argumentos para las políticas de este siglo consiste, justamente, en demostrar su rentabilidad. Debe de haber algún porcentaje del PIB, algún cálculo de rentabilidad en el largo plazo, algún tipo de costeo, que demuestre la importancia y relevancia de estos servicios. De lo contrario, al ser un trabajo gratuito, termina siendo algo no relevante. Algo que podemos dar por sentado, sin ponernos a pensar qué tanto está aportando, o no, a la sociedad.
Afortunada o desafortunadamente, ya se han desarrollado estos ejercicios de costeos. Cierto porcentaje del PIB, cuyo monto nunca conoceremos, se invierte en poder identificar qué porcentaje del PIB representan los servicios gratuitos de las mujeres y de la naturaleza; es decir, monetizar todos los beneficios que brindan. Economistas, ambientalistas, politólogos y especialistas en género han creado complejas terminologías, tecnicismos, cálculos y nociones de rendimiento para demostrar la importancia de los servicios que proveen las mujeres y la naturaleza.
Para la naturaleza, esos son los denominados “servicios ecosistémicos” (otra vertiente son las “soluciones basadas en la naturaleza”) que son aquellos servicios –o soluciones– que aporta la naturaleza –por ejemplo, una zona boscosa que capta y filtra el agua de lluvia, un manglar que ayuda a mitigar los efectos de un huracán, abejas que polinizan cultivos y producen miel, el valor turístico de un bello paisaje, etcétera–. Para las mujeres se han desarrollado encuestas nacionales que permiten registrar el tiempo que invierten en el trabajo gratuito que realizan, principalmente para su hogar. Y estos cálculos se están utilizando para tratar de empujar dos políticas rezagadas en la agenda nacional: la conservación de la naturaleza y la construcción de un sistema de cuidados.
Creo que contar con estas cifras es importante y permite efectivamente profundizar en cómo las políticas deberían de atender estas temáticas. Pero no puedo dejar de sentir un sabor muy amargo al observar que el argumento economicista es EL argumento para la agenda pública. ¿Por qué no es obvio que la conservación de la naturaleza es fundamental para el planeta y para la sobrevivencia del ser humano? ¿En qué mundo se requieren cálculos avanzados para que se pueda evidenciar la evidente sobrecarga de trabajo de las mujeres y la brecha de género que eso genera?
La naturaleza produce bienes públicos; su conservación permite mantener el frágil equilibrio ecológico en que se encuentra el planeta, que permite la sobrevivencia de muchas especies. Los reportes del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático han dejado claro que este equilibrio está más que amenazado; está perturbado y aún no estamos en posibilidades de prever las consecuencias, más allá de las que estamos presenciando, pero sabemos que podrían ser dramáticas y significar el fin de la humanidad.
Las mujeres producen bienes públicos: asumen un trabajo de mantenimiento del hogar que contribuye a su rendimiento económico y bienestar, a la vez de que cuidan a personas dependientes. Eso es una aportación fundamental para la estabilidad y funcionamiento de la sociedad.
Pero la realidad de la crisis ecológica y climática no es suficientemente dramática para que cambiemos nuestros modos de producción y consumo; el hecho de que las mujeres trabajan más horas que los hombres sin remuneración no es suficientemente injusto para que busquemos distribuir mejor estas tareas o remunerarlas.
Ahora bien, mi pregunta es la siguiente: si la política pública no logra justificarse por el solo bien público que produce, ¿no se está evidenciando un problema del lado de quién toma la decisión? Si es necesario buscar justificaciones de ahorros presupuestarios y de creación de riqueza para defender una política pública que, en los hechos, va mucho más allá de eso, ¿realmente las personas que están tomando las decisiones son las correctas?
Siempre he tenido ciertas dudas en cuanto al poder de convencimiento de estas cifras, pero desconozco por completo la forma de pensar de las personas a las que están dirigidas. Tal vez, algún día, algún funcionario de alto nivel se haya impactado al revisar estos montos y, aunque desconozca cómo se llegó a estos resultados, haya decidido empujar políticas para promover servicios ecosistémicos y soluciones basadas en la naturaleza, convencido de que será una inversión pública muy redituable. Sería bueno tener evidencias de este tipo de casos.
Sea cual sea el poder de convencimiento de estos sabios cálculos, mi conclusión es que si tenemos que sacar porcentajes del PIB para poder convencer a los tomadores de decisiones, entonces sería menos costoso y más razonable cambiar a los tomadores de decisiones. Porque si el sentido común sobre conceptos claves de la democracia, de una vida social armoniosa, de los derechos humanos, del cambio climático, en fin, de todos los grandes retos de este siglo, si este sentido común no impera, entonces podemos tener serias dudas sobre la forma de pensar y salud mental de nuestros gobernantes.